
el matrimonio,
"ethos" de la redenci�n del cuerpo
Audiencia General 24 de
noviembre de 1982
1. Hemos analizado la
Carta a los Efesios y, sobre todo, el pasaje del cap�tulo 5, 22-23,
desde el punto de vista de la sacramentalidad del matrimonio.
Examinemos ahora el mismo texto desde la �ptica de las palabras del
Evangelio.
Las palabras de Cristo dirigidas a los fariseos (cf. Mt 19) se
refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a la revelaci�n
primordial del querer y actuar salv�fico de Dios �al principio�, en
el misterio mismo de la creaci�n. En virtud de este querer y actuar
salv�fico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre s� de
manera que se hacen �una sola carne� (G�n 2, 24), estaban destinados,
a la vez, a estar unidos �en la verdad y en la caridad� como hijos
de Dios (cf. Gaudium et spes, 24), hijos adoptivos en el Hijo
Primog�nito, amado desde la eternidad. A esta unidad y a esta
comuni�n de personas, a semejanza de la uni�n de las Personas
divinas (cf. Gaudium et spes 24), est�n dedicadas las palabras de
Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y,
al mismo tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio
de la redenci�n. Efectivamente, la originaria �unidad en el cuerpo�
del hombre y de la mujer no cesa de forjar la historia del hombre en
la tierra, aunque haya perdido la limpidez del sacramento, del signo
de la salvaci�n, que pose�a �al principio�.
2. Si Cristo ante sus interlocutores, en el Evangelio de Mateo y
Marcos (cf. Mt 19; Mc 10), confirma el matrimonio como sacramento
instituido por el Creador �al principio� -si en conformidad con esto,
exige su indisolubilidad-, con esto mismo abre el matrimonio a la
acci�n salv�fica de Dios, a las fuerzas que brotan �de la redenci�n
del cuerpo� y que ayudan a superar las consecuencias del pecado y a
construir la unidad del hombre y de la mujer seg�n el designio
eterno del Creador. La acci�n salv�fica que se deriva del misterio
de la redenci�n asume la originaria acci�n santificante de Dios en
el misterio mismo de la creaci�n.
3. Las palabras del Evangelio de Mateo (cf. Mt 19, 3-9 y Mc 10,
2-12), tienen, al mismo tiempo, una elocuencia �tica muy expresiva.
Estas palabras confirman -bas�ndose en el misterio de la redenci�n-
el sacramento primordial y, a la vez, establecen un ethos adecuado,
al que ya en nuestras reflexiones anteriores hemos llamado �ethos de
la redenci�n�. El ethos evang�lico y cristiano, en su esencia
teol�gica, es el ethos de la redenci�n. Ciertamente, podemos hallar
para ese ethos una interpretaci�n racional, una interpretaci�n
filos�fica de car�cter personalista; sin embargo, en su esencia
teol�gica, es un ethos de la redenci�n, m�s a�n: un ethos de la
redenci�n del cuerpo. La redenci�n se convierte, a la vez, en la
base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano,
enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La raz�n
de esta dignidad est� precisamente en la ra�z de la indisolubilidad
de la alianza conyugal.
4. Cristo hace referencia al car�cter indisoluble del matrimonio
como sacramento primordial y, al confirmar este sacramento sobre la
base del misterio de la redenci�n, saca de ello, al mismo tiempo,
las conclusiones de naturaleza �tica: �El que repudia a su mujer y
se casa con otra, adultera con aqu�lla, y si la mujer repudia al
marido y se casa con otro, comete adulterio� (Mc 10, 11 s.; cf. Mt
19, 9). Se puede afirmar que de este modo la redenci�n se le da al
hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la
vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente
a la acci�n de Dios en el misterio de la redenci�n. Si el matrimonio
como sacramento es un signo eficaz de la acci�n salv�fica de Dios �desde
el principio�, a la vez -a la luz de las palabras de Cristo que
estamos meditando-, este sacramento constituye tambi�n una
exhortaci�n dirigida al hombre, var�n y mujer, a fin de que
participen concienzudamente en la redenci�n del cuerpo.
5. La dimensi�n �tica de la redenci�n del cuerpo se delinea de modo
especialmente profundo, cuando meditamos sobre las palabras que
pronunci� Cristo en el serm�n de la monta�a con relaci�n al
mandamiento �No adulterar�s�. �Hab�is o�do que fue dicho No
adulterar�s. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
dese�ndola, ya adulter� con ella en su coraz�n� (Mt 5, 27-28). Hemos
dedicado un amplio comentario a esta frase lapidaria de Cristo, con
la convicci�n de que tiene un significado fundamental para toda la
teolog�a del cuerpo, sobre todo en la dimensi�n del hombre �hist�rico�.
Y, aunque estas palabras no se refieren directa e inmediatamente al
matrimonio como sacramento, sin embargo, es imposible separarlas de
todo el sustrato sacramental, en que, por lo que se refiere al pacto
conyugal, est� colocada la existencia del hombre como var�n y mujer:
tanto en el contenido originario del misterio de la creaci�n, como
tambi�n, luego, en el contexto del misterio de la redenci�n. Este
sustrato sacramental se refiere siempre a las personas concretas,
penetra en lo que es el hombre y la mujer (o mejor, en qui�n es el
hombre y la mujer) en la propia dignidad heredada a pesar del pecado
y �asignada� de nuevo continuamente como tarea al hombre mediante la
realidad de la redenci�n.
6. Cristo, que en el serm�n de la monta�a da la propia
interpretaci�n del mandamiento �No adulterar�s� -interpretaci�n
constituitiva del nuevo ethos- con las mismas lapidarias palabras
asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y
simult�neamente (aunque del texto s�lo se deduce esto de modo
indirecto) asigna tambi�n a cada mujer la dignidad de cada hombre
(1). Finalmente, asigna a cada uno -tanto al hombre como a la mujer-
la propia dignidad: en cierto sentido, el �sacrum�, de la persona y
esto en consideraci�n de su feminidad o masculinidad, en
consideraci�n del �cuerpo�. No resulta dif�cil poner de relieve que
las palabras pronunciadas por Cristo en el serm�n de la monta�a se
refieren al ethos. Al mismo tiempo, no resulta dif�cil afirmar,
despu�s de una reflexi�n profunda, que estas palabras brotan de la
profundidad misma de la redenci�n del cuerpo. Aun cuando no se
refieran directamente al matrimonio como sacramento, no es dif�cil
constatar que alcanzan su propio pleno significado en relaci�n con
el sacramento: tanto el primordial, que est� vinculado al misterio
de la creaci�n, como el otro en el que el hombre �hist�rico�,
despu�s del pecado y a causa de su estado pecaminoso hereditario,
debe volver a encontrar la dignidad y la santidad de la uni�n
conyugal �en el cuerpo�, bas�ndose en el misterio de la redenci�n.
7. En el serm�n de la monta�a -como tambi�n en la conversaci�n con
los fariseos acerca de la indisolubilidad del matrimonio- Cristo
habla desde lo profundo de ese misterio divino. Y, a la vez, se
adentra en la profundidad misma del misterio humano. Por esto apela
al �coraz�n�, a ese �lugar �ntimo�, donde combaten en el hombre el
bien y el mal, el pecado y la justicia, la concupiscencia y la
santidad. Hablando de la concupiscencia (de la mirada concupiscente:
cf. Mt 5, 28), Cristo hace conscientes a sus oyentes de que cada uno
lleva en si, juntamente con el misterio del pecado, la dimensi�n
interior �del hombre de la concupiscencia� (que es triple: �concupiscencia
de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida�, 1 Jn
2, 16). Precisamente a este hombre de la concupiscencia se le da en
el matrimonio el sacramento de la redenci�n como gracia y signo de
la alianza con Dios, y se le asigna como ethos. Y simult�neamente,
en relaci�n con el matrimonio como sacramento, le es asignado como
ethos a cada hombre, var�n y mujer; se le asigna a su �coraz�n�, a
su conciencia, a sus miradas y a su comportamiento. El matrimonio -seg�n
las palabras de Cristo (cf. Mt 19, 4)- es sacramento desde �el
principio� mismo y, a la vez, bas�ndose en el estado pecaminoso �hist�rico�
del hombre, es sacramento que surge del misterio de la �redenci�n
del cuerpo�.
NOTAS
(1) El texto de San Marcos, que habla de la indisolubilidad del
matrimonio, afirma claramente que tambi�n la mujer se convierte en
sujeto de adulterio, cuando repudia al marido y se casa con otro
(cf. Mc 10, 12).
Esta p�gina es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jes�s y Mar�a.
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