El coraz�n de Juan Pablo II

 

donaci�n mutua en la felicidad de la inocencia
Audiencia General del 6 de febrero de 1980
 


1. Proseguimos el examen de ese �principio�, al que Jes�s se remiti� en su conversaci�n con los fariseos sobre el matrimonio. Esta reflexi�n nos exige traspasar los umbrales de la historia del hombre y llegar hasta el estado de inocencia originaria. Para captar el significado de esta inocencia, nos basamos, de alg�n modo, en la experiencia del hombre �hist�rico�, en el testimonio de su coraz�n, de su conciencia.

2. Siguiendo la l�nea del �a posteriori hist�rico�, tratamos de reconstruir la peculiaridad de la inocencia originaria encerrada en la experiencia rec�proca del cuerpo y de su significado esponsalicio, seg�n lo que afirma el G�nesis 2, 23-25. La situaci�n aqu� descrita revela la experiencia beatificante del significado del cuerpo que, en el �mbito del misterio de la creaci�n, logra el hombre, por decirlo as�, en lo complementario que hay en �l de masculino y femenino. Sin embargo, en las ra�ces de esta experiencia debe estar la libertad interior del don, unida sobre todo a la inocencia; la voluntad humana es originariamente inocente y, de este modo, se facilita la reciprocidad e intercambio del don del cuerpo, seg�n su masculinidad y feminidad, como don de la persona. Consiguientemente, la inocencia de que habla el G�nesis 2, 25, se puede definir como inocencia de la rec�proca experiencia del cuerpo. La frase: �Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello�, expresa precisamente esa inocencia en la rec�proca �experiencia del cuerpo�, inocencia que inspiraba el interior intercambio del don de la persona que, en la relaci�n rec�proca, realiza concretamente el significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad. As�, pues, para comprender la inocencia de la mutua experiencia del cuerpo, debemos tratar de esclarecer en qu� consiste la inocencia interior en el intercambio del don de la persona. Este intercambio constituye, efectivamente, la verdadera fuente de la experiencia de la inocencia.

3. Podemos decir que la inocencia interior (esto es, la rectitud de intenci�n) en el intercambio del don consiste en una rec�proca �aceptaci�n� del otro, tal que corresponda a la esencia misma del don: de este modo, la donaci�n mutua crea la comuni�n de las personas. Por esto, se trata de �acoger� al otro ser humano y de �aceptarlo�, precisamente porque en esta relaci�n mutua de que habla el G�nesis 2, 23-25, el var�n y la mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues, de una �aceptaci�n� o �acogida� tal que exprese y sostenga en la desnudez rec�proca el significado del don y por eso profundice la dignidad rec�proca de �l. Esa dignidad corresponde profundamente al hecho de que el Creador ha querido (y continuamente quiere) al hombre, var�n y mujer, por s� mismo. La inocencia �del coraz�n� y, por consiguiente, la inocencia de la experiencia significa participaci�n moral en el eterno y permanente acto de la voluntad de Dios.

Lo contrario de esta �acogida� o �aceptaci�n� del otro ser humano como don ser�a una privaci�n del don mismo y por esto un trastrueque e incluso una reducci�n del otro a �objeto para m� mismo� (objeto de concupiscencia, de �apropiaci�n indebida�, etc.). No trataremos ahora detalladamente de esta multiforme, presumible ant�tesis del don. Pero es necesario constatar ya aqu�, en el contexto del G�nesis 2, 23-25, que producir tal extorsi�n al otro ser humano en su don (a la mujer por parte del var�n y viceversa) y reducirlo interiormente a mero �objeto para m��, deber�a se�alar precisamente el comienzo de la verg�enza. Efectivamente, �sta corresponde a una amenaza inferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia rec�proca.

4. Seg�n el G�nesis 2, 25, �el hombre y la mujer no sent�an verg�enza�. Esto nos permite llegar a la conclusi�n de que el intercambio del don, en el que participa toda su humanidad, alma y cuerpo, feminidad y masculinidad, se realiza conservando la caracter�stica interior (esto es, precisamente la inocencia) de la donaci�n de s� y de la aceptaci�n del otro como don. Estas dos funciones de intercambio mutuo est�n profundamente vinculadas en todo el proceso del �don de s��: el donar y el aceptar el don se compenetran, de tal manera que el mismo donar se convierte en aceptar, y el aceptar se transforma en donar.

5. El G�nesis 2,23-25 nos permite deducir que la mujer, la cual en el misterio de la creaci�n fue �dada� al hombre por el Creador, es �acogida�, o sea, aceptada por �l como don, gracias a la inocencia originaria. El texto b�blico es totalmente claro y l�mpido en este punto. Al mismo tiempo, la aceptaci�n de la mujer por parte del hombre y el mismo modo de aceptarla se convierten como en una primera donaci�n, de suerte que la mujer don�ndose (desde el primer momento en que en el misterio de la creaci�n fue �dada� al hombre por parte del Creador) �se descubre� a la vez �a s� misma�, gracias al hecho de que ha sido aceptada y acogida, y gracia al modo con que ha sido recibida por el hombre. Ella se encuentra, pues, a s� misma en el propio donarse (�a trav�s de un don sincero de s��, Gaudium et spes, 24), cuando es aceptada tal como la ha querido el Creador, esto es, �por s� misma�, a trav�s de su humanidad y feminidad; cuando en esta aceptaci�n se asegura toda la dignidad del don, mediante la ofrenda de lo que ella es en toda la verdad de su humanidad y en toda la realidad de su cuerpo y de su sexo, de su feminidad, ella llega a la profundidad �ntima de su persona y a la posesi�n plena de s�. A�adamos que este encontrarse a s� mismos en el propio don se convierte en fuente de un nuevo don de s�, que crece en virtud de la disposici�n interior al intercambio del don y en la medida en que encuentra una igual e incluso m�s profunda aceptaci�n y acogida, como fruto de una cada vez m�s intensa conciencia del don mismo.

6. Parece que el segundo relato de la creaci�n haya asignado al hombre �desde el principio� la funci�n de quien sobre todo recibe el don (cf. especialmente G�nesis 2, 23). La mujer est� confiada �desde el principio� a sus ojos, a su conciencia, a su sensibilidad, a su �coraz�n�; �l, en cambio, debe asegurar, de cierto modo, el proceso mismo del intercambio del don, la rec�proca compenetraci�n del dar y del recibir en don, la cual, precisamente a trav�s de su reciprocidad, crea una aut�ntica comuni�n de personas.

Si la mujer, en el misterio de la creaci�n, es aquella que ha sido �dada� al hombre, �ste, por su parte, al recibirla como don en la plena realidad de su persona y feminidad, por esto mismo la enriquece, y al mismo tiempo tambi�n �l se enriquece en esta relaci�n rec�proca. El hombre se enriquece no s�lo mediante ella, que le dona la propia persona y feminidad, sino tambi�n mediante la donaci�n de s� mismo. La donaci�n por parte del hombre, en respuesta a la de la mujer, es un enriquecimiento para �l mismo; en efecto, ah� se manifiesta como la esencia espec�fica de su masculinidad que, a trav�s de la realidad del cuerpo y del sexo, alcanza la �ntima profundidad de la �posesi�n de s��, gracias a la cual es capaz tanto de darse a s� mismo como de recibir el don del otro. El hombre, pues, no s�lo acepta el don, sino que a la vez es acogido como don por la mujer, en la revelaci�n de la interior esencia espiritual de su masculinidad, juntamente con toda la verdad de su cuerpo y de su sexo. Al ser aceptado as�, se enriquece por esta aceptaci�n y acogida del don de la propia masculinidad. A continuaci�n, esta aceptaci�n, en la que el hombre se encuentra a s� mismo a trav�s del �don sincero de s��, se convierte para �l en fuente de un nuevo y m�s profundo enriquecimiento de la mujer con �l. El intercambio es rec�proco, y en �l se revelan y crecen los efectos mutuos del �don sincero� y del �encuentro de s��.

De este modo, siguiendo las huellas del �a posteriori hist�rico� -y sobre todo siguiendo las huellas de los corazones humanos-, podemos reproducir y casi reconstruir ese rec�proco intercambio del don de la persona, que est� descrito en el antiguo texto, tan rico y profundo, del libro del G�nesis.
 

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