
el cuerpo rebelde
al esp�ritu
Audiencia General del 28 de mayo de 1980
1.
Estamos leyendo de nuevo los primeros cap�tulos del libro del
G�nesis, para comprender c�mo -con el pecado original- el �hombre de
la concupiscencia� ocup� el lugar del �hombre de la inocencia�
originaria. Las palabras del G�nesis 3, 10: �temeroso porque estaba
desnudo, me escond��, que hemos considerado hace dos semanas,
demuestran la primera experiencia de verg�enza del hombre en
relaci�n con su Creador: una verg�enza que tambi�n podr�a ser
llamada �c�smica�.
Sin embargo, esta �verg�enza c�smica� -si es posible descubrir por
ella los rasgos de la situaci�n total del hombre despu�s del pecado
original- en el texto b�blico da lugar a otra forma de verg�enza. Es
la verg�enza que se produce en la humanidad misma, esto es, causada
por el desorden �ntimo en aquello por lo que el hombre, en el
misterio de la creaci�n, era la �imagen de Dios�, tanto en su �yo�
personal, como en la relaci�n interpersonal, a trav�s de la
primordial comuni�n de las personas, constituida a la vez por el
hombre y por la mujer. Esta verg�enza, cuya causa se encuentra en la
humanidad misma, es inmanente y al mismo tiempo relativa: se
manifiesta en la dimensi�n de la interioridad humana y a la vez se
refiere al �otro�. Esta es la verg�enza de la mujer �con relaci�n�
al hombre, y tambi�n del hombre �con relaci�n� a la mujer: verg�enza
rec�proca, que los obliga a cubrir su propia desnudez, a ocultar su
propio cuerpo, a apartar de la vista del hombre lo que constituye el
signo visible de la feminidad, y de la vista de la mujer lo que
constituye el signo visible de la masculinidad. En esta direcci�n se
orient� la verg�enza de ambos despu�s del pecado original, cuando se
dieron cuenta de que �estaban desnudos�, como atestigua el G�nesis
3, 7. El texto yahvista parece indicar expl�citamente el car�cter
�sexual� de esta verg�enza: �Cosieron unas hojas de higuera y se
hicieron unos ce�idores�. Sin embargo, podemos preguntarnos si el
aspecto �sexual� tiene s�lo un car�cter �relativo�; en otras
palabras: si se trata de verg�enza de la propia sexualidad s�lo con
relaci�n a la persona del otro sexo.
2. Aunque a la luz de esa �nica frase determinante del G�nesis 3, 7,
la respuesta a la pregunta parece mantener sobre todo el car�cter
relativo de la verg�enza originaria, no obstante, la reflexi�n sobre
todo el contexto inmediato permite descubrir su fondo m�s inmanente.
Esta verg�enza, que sin duda se manifiesta en el orden �sexual�,
revela una dificultad espec�fica para hacer notar lo esencial humano
del propio cuerpo: dificultad que el hombre no hab�a experimentado
en el estado de inocencia originaria. Efectivamente, as� se puede
entender las palabras: �Temeroso porque estaba desnudo�, que ponen
en evidencia las consecuencias del fruto del �rbol de la ciencia del
bien y del mal en lo �ntimo del hombre. A trav�s de estas palabras,
se descubre una cierta fractura constitutiva en el interior de la
persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual
y som�tica del hombre. Este se da cuenta por vez primera que su
cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Esp�ritu, que lo elevaba al
nivel de la imagen de Dios. Su verg�enza originaria lleva consigo
los signos de una espec�fica humillaci�n interpuesta por el cuerpo.
En ella se esconde el germen de esa contradicci�n, que acompa�ar� al
hombre �hist�rico� en todo su camino terreno, como escribe San
Pablo: �Porque me deleito en la ley de Dios seg�n el hombre
interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley
de mi mente� (Rom 7, 22-23).
3. As�, pues, esa verg�enza es inmanente. Contiene tal agudeza
cognoscitiva que crea una inquietud de fondo en toda la existencia
humana, no s�lo frente a la perspectiva de la muerte, sino tambi�n
frente a �sa de la que depende el valor y la dignidad mismos de la
persona en su significado �tico. En este sentido la verg�enza
originaria del cuerpo (�estaba desnudo�) es ya miedo (�temeroso�), y
anuncia la inquietud de la conciencia vinculada con la
concupiscencia. El cuerpo que no se somete al esp�ritu como en el
estado de inocencia originaria lleva consigo un constante foco de
resistencia al esp�ritu, y amenaza de alg�n modo la unidad del
hombre-persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde
s�lidamente las ra�ces en la misma constituci�n de la persona. La
concupiscencia del cuerpo, es una amenaza espec�fica a la estructura
de la autoposesi�n y del autodominio, a trav�s de los que se forma
la persona humana. Y constituye tambi�n para ella un desaf�o
espec�fico. En todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina
el propio cuerpo del mismo modo, con igual sencillez y �naturalidad�,
como lo hac�a el hombre de la inocencia originaria. La estructura de
la autoposesi�n, esencial para la persona, est� alterada en �l, de
cierto modo, en los mismos fundamentos; se identifica de nuevo con
ella en cuanto est� continuamente dispuesto a conquistarla.
4. Con este desequilibrio interior est� vinculada la verg�enza
inmanente. Y ella tiene un car�cter �sexual�, porque precisamente la
esfera de la sexualidad humana parece poner en evidencia particular
ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y especialmente de
la �concupiscencia del cuerpo�. Desde este punto de vista, ese
primer impulso, del que habla el G�nesis 3, 7 (�viendo que estaban
desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos
ce�idores�) es muy elocuente; es como si el �hombre de la
concupiscencia� (hombre y mujer, �en el acto del conocimiento del
bien y del mal�) experimentase haber cesado, sencillamente, de estar
tambi�n a trav�s del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de
los seres vivientes o �animalia�, Es como si experimentase una
espec�fica fractura de la integridad personal del propio cuerpo,
especialmente en lo que determina su sexualidad y que est�
directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre
y la mujer �ser�n una sola carne� (G�n 2, 24). Por esto, ese pudor
inmanente y al mismo tiempo sexual, es siempre, al menos
indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad �en
relaci�n� con el otro ser humano. De este modo el pudor se
manifiesta en el relato del G�nesis 3, por el que somos, en cierto
modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana. Est�
suficientemente clara, pues, la motivaci�n para remontarnos de las
palabras de Cristo sobre el hombre (var�n), que �mira a una mujer
dese�ndola� (Mt 5, 27-28), a ese primer momento en el que el pudor
se desarrolla mediante la concupiscencia, y la concupiscencia
mediante el pudor. As� entendemos mejor por qu� -y en qu� sentido-
Cristo habla del deseo como �adulterio� cometido en el coraz�n, por
qu� se dirige al �coraz�n�, por qu� se dirige al �coraz�n� humano.
5. El coraz�n humano guarda en s� al mismo tiempo el deseo y el
pudor. El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el
que el hombre interior, �el coraz�n�, cerr�ndose a lo que �viene del
Padre�, se abre a lo que �procede del mundo�. El nacimiento del
pudor en el coraz�n humano va junto con el comienzo de la
concupiscencia -de la triple concupiscencia seg�n la teolog�a de
Juan (cf. 1 Jn 2, 16), y en particular de la concupiscencia del
cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la
concupiscencia. M�s a�n, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto
precisamente de la concupiscencia: tiene pudor del cuerpo a causa de
la concupiscencia. Tiene pudor del cuerpo a causa de ese estado de
su esp�ritu, al que la teolog�a y la psicolog�a dan la misma
denominaci�n sin�nima: deseo o concupiscencia, aunque con
significado no igual del todo. El significado b�blico y teol�gico
del deseo y de la concupiscencia difiere del que se usa en la
psicolog�a. Para esta �ltima, el deseo proviene de la falta o de la
necesidad, que debe satisfacer el valor deseado. La concupiscencia
b�blica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del esp�ritu
humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los
valores, que el hombre y el mundo poseen �en las dimensiones de Dios�.
Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano
en la primera experiencia de su masculinidad-feminidad, de la que
habla el G�nesis 2, 23-25, ha sufrido sucesivamente, �en las
dimensiones del mundo�, una transformaci�n radical. Y entonces,
juntamente con la concupiscencia del cuerpo, naci� el pudor.
6. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor
y al mismo tiempo protege interiormente este valor (1). El hecho de
que el coraz�n humano, desde el momento en que naci� all� la
concupiscencia del cuerpo, guarde en s� tambi�n la verg�enza, indica
que se puede y se debe apelar a �l, cuando se trata de garantizar
esos valores, a los que la concupiscencia quita su originaria y
plena dimensi�n. Si recordamos esto, estamos en disposici�n de
comprender mejor por qu� Cristo, al hablar de la concupiscencia,
apela al �coraz�n� humano.
Notas
(1) Cf. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, cap. 2, �Metaf�sica del pudor�:
Raz�n y Fe, Madrid 197912.
Esta p�gina es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jes�s y Mar�a.
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