
el adulterio y la
consupiscencia de la mirada
Audiencia General del 8 de octubre de 1980
1. Quiero concluir hoy
el an�lisis de las palabras que pronunci� Cristo, en el serm�n de la
monta�a, sobre el �adulterio� y sobre la �concupiscencia�, y en
particular del �ltimo miembro del enunciado, en el que se define
espec�ficamente a la �concupiscencia de la mirada�, como �adulterio
cometido en el coraz�n�.
Ya hemos constatado anteriormente que dichas palabras se entienden
ordinariamente como deseo de la mujer del otro (es decir, seg�n el
esp�ritu del noveno mandamiento del dec�logo). Pero parece que esta
interpretaci�n -m�s restrictiva- puede y debe ser ampliada a la luz
del contexto global. Parece que la valoraci�n moral de la
concupiscencia (del �mirar para desear�) a la que Cristo llama �adulterio
cometido en el coraz�n�, depende, sobre todo, de la misma dignidad
personal del hombre y de la mujer; lo que vale tanto para aquellos
que no est�n unidos en matrimonio, como -y quiz� m�s a�n- para los
que son marido y mujer.
2. El an�lisis, que hasta ahora hemos hecho del enunciado de Mt 5,
27-28 �Hab�is o�do que fue dicho. No adulterar�s. Pero yo os digo
que todo el que mira a una mujer dese�ndola, ya adulter� con ella en
su coraz�n�, indica la necesidad de ampliar y, sobre todo, de
profundizar la interpretaci�n presentada anteriormente, respecto al
sentido �tico que contiene este enunciado. Nos detenemos en la
situaci�n descrita por el Maestro, situaci�n en la que aquel que �comete
adulterio en el coraz�n�, mediante un acto interior de
concupiscencia (expresado por la mirada), es el hombre. Resulta
significativo que Cristo, al hablar del objeto de este acto, no
subraya que es �la mujer del otro�, o la mujer que no es la propia
esposa, sino que dice gen�ricamente: la mujer. El adulterio cometido
�en el coraz�n no se circunscribe a los l�mites de la relaci�n
interpersonal, que permiten individuar el adulterio cometido �en el
cuerpo�. No son estos l�mites los que deciden exclusiva y
esencialmente el adulterio cometido �en el coraz�n�, sino la
naturaleza misma de la concupiscencia, expresada en este caso a
trav�s de la mirada, esto es, por el hecho de que el hombre -del que,
a modo de ejemplo, habla Cristo- �mira para desear�. El adulterio
�en el coraz�n� se comete no solo porque el hombre �mira� de ese
modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira
as� a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su
esposa, cometer�a el mismo adulterio �en el coraz�n�.
3. Esta interpretaci�n parece considerar, de modo m�s amplio, lo que
en el conjunto de los presentes an�lisis se ha dicho sobre la
concupiscencia, y en primer lugar sobre la concupiscencia de la
carne, como elemento permanente del estado pecaminoso del hombre
(status natur� laps�). La concupiscencia que, como acto interior,
nace de esta base (como hemos tratado de indicar en el an�lisis
precedente), cambia la intencionalidad misma del existir de la mujer
�para� el hombre, reduciendo la riqueza de la perenne llamada a la
comuni�n de las personas, la riqueza del profundo atractivo de la
masculinidad y de la feminidad, a la mera satisfacci�n de la �necesidad�
sexual del cuerpo (a la que parece unirse m�s de cerca el concepto
de �instinto�). Una reducci�n tal hace, s�, que la persona (en este
caso, la mujer) se convierta para la otra persona (para el hombre)
sobre todo en objeto de la satisfacci�n potencial de la propia �necesidad�
sexual. As� se deforma ese rec�proco �para�, que pierde su car�cter
de comuni�n de las personas en favor de la funci�n utilitaria. El
hombre que �mira� de este modo, como escribe Mt 5, 27-28, �se sirve�
de la mujer, de su feminidad, para saciar el propio �instinto�.
Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido
esta actitud, decidiendo as� interiormente respecto a una
determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio �cometido
en el coraz�n�. Este adulterio �en el coraz�n� puede cometerlo
tambi�n el hombre con relaci�n a su propia mujer, si la trata
solamente como objeto de satisfacci�n del instinto.
4. No es posible llegar a la segunda interpretaci�n de las palabras
de Mt 5, 27-28, si nos limitamos a la interpretaci�n puramente
psicol�gica de la concupiscencia, sin tener en cuenta lo que
constituye su espec�fico car�cter teol�gico, es decir, la relaci�n
org�nica entre la concupiscencia (como acto) y la concupiscencia de
la carne, como, por decirlo as�, disposici�n permanente que deriva
del estado pecaminoso del hombre. Parece que la interpretaci�n
puramente psicol�gica (o sea, �sexol�gica�) de la �concupiscencia�,
no constituye una base suficiente para comprender el relativo texto
del serm�n de la monta�a. En cambio, si nos referimos a la
interpretaci�n teol�gica -sin infravalorar lo que en la primera
interpretaci�n (la psicol�gica) permanece inmutable- ella, esto es,
la segunda interpretaci�n (la teol�gica) se nos presenta como m�s
completa. En efecto, gracias a ella, resulta mas claro tambi�n el
significado �tico de enunciado-clave del serm�n de la monta�a, el
que nos da la adecuada dimensi�n del ethos del Evangelio.
5. Al delinear esta dimensi�n, Cristo permanece fiel a la ley: �No
pens�is que he venido a abrogar la ley y los profetas no he venido a
abrogarla, sino a consumarla� (Mt 5, 17) En consecuencia, demuestra
cuanta necesidad tenemos de descender en profundidad, cu�nto
necesitamos descubrir a fondo las interioridades del coraz�n humano,
a fin de que este coraz�n pueda llegar a ser un lugar de �cumplimiento�
de la ley. El enunciado de Mt 5, 27-28, que hace manifiesta la
perspectiva interior del adulterio cometido �en el coraz�n� -y en
esta perspectiva se�ala los caminos justos para cumplir el
mandamiento: �no adulterar�s�-, es un argumento singular de ello.
Este enunciado (Mt 5, 27-28), efectivamente, se refiere a la esfera
en la que se trata de modo particular de la �pureza del coraz�n�
(cf. Mt 5, 8) (expresi�n que en la Biblia -como es sabido- tiene un
significado amplio). Tambi�n en otro lugar tendremos ocasi�n de
considerar c�mo el mandamiento �no adulterar�s� -el cual, en cuanto
al modo en que se expresa y en cuanto al contenido, es una
prohibici�n un�voca y severa (como el mandamiento �no desear�s la
mujer de tu pr�jimo� Ex 20, 17)- se cumple precisamente mediante la
�pureza de coraz�n�. Dan testimonio indirectamente de la severidad y
fuerza de la prohibici�n las palabras siguientes del texto del
serm�n de la monta�a, en las que Cristo habla figurativamente de �sacar
el ojo� y de �cortar la mano�, cuando estos miembros fuesen causa de
pecado (cf. Mt 5, 29-30). Hemos constatado anteriormente que la
legislaci�n del Antiguo Testamento, aun cuando abundaba en castigos
marcados por la severidad, sin embargo, no contribu�a �a dar
cumplimiento a la ley�, porque su casu�stica estaba contramarcada
por m�ltiples compromisos con la concupiscencia de la carne. En
cambio, Cristo ense�a que el mandamiento se cumple a trav�s de la �pureza
de coraz�n�, de la cual no participa el hombre sino a precio de
firmeza en relaci�n con todo lo que tiene su origen en la
concupiscencia de la carne. Adquiere la �pureza de coraz�n� quien
sabe elegir coherentemente a su �coraz�n�: a su �coraz�n� y a su �cuerpo�.
6. El mandamiento no adulterar�s� encuentra su justa motivaci�n en
la indisolubilidad del matrimonio, en el que el hombre y la mujer,
en virtud del originario designio del Creador, se unen de modo que �los
dos se convierten en una sola carne� (cf. G�n 2, 24) El adulterio
contrasta, por su esencia, con esta unidad, en el sentido de que
esta unidad corresponde a la dignidad de las personas. Cristo no
solo confirma este significado esencial �tico del mandamiento, sino
que tiende a consolidarlo en la misma profundidad de la persona
humana. La nueva dimensi�n del ethos est� unida siempre con la
revelaci�n de esa profundidad, que se llama �coraz�n� y con su
liberaci�n de la �concupiscencia�, de modo que en ese coraz�n pueda
resplandecer m�s plenamente el hombre: var�n y mujer, en toda la
verdad del rec�proco �para�. Liberado de la constricci�n y de la
disminuci�n del esp�ritu que lleva consigo la concupiscencia de la
carne, el ser humano: var�n y mujer, se encuentra rec�procamente en
la libertad del don que es la condici�n de toda convivencia en la
verdad, y, en particular, en la libertad del rec�proco donarse,
puesto que ambos, marido y mujer, deben formar la unidad sacramental
querida por el mismo Creador, como dice el G�nesis 2, 24.
7. Como es evidente, la exigencia, que en el serm�n de la monta�a
propone Cristo a todos sus oyentes actuales y potenciales, pertenece
al espacio interior en que el hombre -precisamente el que le escucha-
debe descubrir de nuevo la plenitud perdida de su humanidad y
quererla recuperar. Esa plenitud en la relaci�n rec�proca de las
personas: del hombre y de la mujer, el Maestro la reivindica en Mt
5, 27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio,
pero tambi�n en toda otra forma de convivencia de los hombres y de
las mujeres, de esa convivencia que constituye la pura y sencilla
trama de la existencia. La vida humana, por su naturaleza, es �coeducativa�,
y su dignidad, su equilibrio dependen, en cada momento de la
historia y en cada punto de longitud y latitud geogr�fica, de �qui�n�
ser� ella para el, y �l para ella.
Las palabras que Cristo pronunci� es el serm�n de la monta�a tienen
indudablemente este alcance universal y a la vez profundo. S�lo as�
pueden ser entendidas en la boca de Aquel, que hasta el fondo �conoc�a
lo que en el hombre hab�a� (Jn 2, 25), y que, al mismo tiempo,
llevaba en s� el misterio de la �redenci�n del cuerpo�, como dir�
San Pablo. �Debemos temer la severidad de estas palabras, o m�s bien,
tener confianza en su contenido salv�fico, en su potencia?
En todo caso, el an�lisis realizado de las palabras pronunciadas por
Cristo en el serm�n de la monta�a abre el camino a ulteriores
reflexiones indispensables para tener plena conciencia del hombre �hist�rico�,
y sobre todo del hombre contempor�neo: de su conciencia y de su �coraz�n�.
Esta p�gina es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jes�s y Mar�a.
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