valores evang�licos y deberes del coraz�n
Audiencia General del 15 de octubre de 1980
 



1. En todos los cap�tulos precedentes de esta segunda parte hemos hecho un an�lisis detallado de las palabras del serm�n de la monta�a, en las que Cristo hace referencia al �coraz�n� humano. Como ya sabemos, sus palabras son exigentes. Cristo dice: �Hab�is o�do que fue dicho: No adulterar�s. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer dese�ndola, ya adulter� con ella en su coraz�n� (Mt 5, 27-28). Esta llamada al coraz�n pone en claro la dimensi�n de la interioridad humana, la dimensi�n del hombre interior, propia de la �tica, y m�s a�n, de la teolog�a del cuerpo. El deseo, que surge en el �mbito de la concupiscencia de la carne, es al mismo tiempo una realidad interior y teol�gica, que, en cierto modo, experimenta todo hombre �hist�rico�. Y precisamente este hombre -aun cuando no conozca las Palabras de Cristo- debe plantearse continuamente la pregunta acerca del propio �coraz�n�. Las Palabras de Cristo hace particularmente expl�cita esta pregunta: �Se acusa al coraz�n, o se le llama al bien? Y ahora intentamos considerar esta pregunta, al final de nuestras reflexiones y an�lisis, unidos con la frase tan concisa y a la vez categor�ca del Evangelio, tan cargada de contenido teol�gico, antropol�gico y �tico.

Al mismo tiempo se presenta una segunda pregunta, m�s �pr�ctica�: �c�mo �puede� y �debe� actuar el hombre que acoge las Palabras de Cristo en el serm�n de la monta�a, el hombre que acepta el ethos del Evangelio, y, en particular, lo acepta en este campo?

2. Este hombre encuentra en las consideraciones hechas hasta ahora la respuesta, al menos indirecta, a las dos preguntas: �c�mo puede actuar, eso es, con qu� puede contar en su �intimidad�, en la fuente de sus actos �interiores� o �exteriores�? Y adem�s: �c�mo �deber�a� actuar, es decir, de qu� modo los valores conocidos seg�n la �escala� revelada en el serm�n de la monta�a constituyen un deber de su voluntad y de su �coraz�n�, de sus deseos y de sus opciones? �De qu� modo le �obligan� en la acci�n, en el comportamiento, si, acogidas mediante el conocimiento, le �comprometen� ya en el pensar y, de alguna manera, en el �sentir�? Estas preguntas son significativas para la �praxis�, humana, e indican un v�nculo org�nico de la �praxis misma con el ethos. La moral viva es siempre ethos de la praxis humana.

3. Se puede responder de diverso modo a dichas preguntas. Efectivamente, tanto en el pasado, como hoy se dan diversas respuestas. Esto lo confirma una literatura amplia. M�s all�.. de las respuestas que en ella encontramos, es necesario tener en consideraci�n el n�mero infinito de respuestas que el hombre concreto da a estas preguntas por s� mismo, las que, en la vida de cada uno, da repetidamente su conciencia, su conocimiento y sensibilidad moral. Precisamente en este �mbito se realiza continuamente una compenetraci�n del ethos y de la praxis. Aqu� viven la propia vida (no exclusivamente �te�rica�) cada uno de los principios, es decir, las normas de la moral con sus motivaciones elaboradas y divulgadas por moralistas, pero tambi�n las que elaboran -ciertamente no sin una conexi�n con el trabajo de los moralistas y de los cient�ficos- cada uno de los hombres, como autores y sujetos directos de la moral real, como co-autores de su historia, de los cuales depende tambi�n el nivel de la moral misma, su progreso o su decadencia. En todo esto se confirma de nuevo en todas partes y siempre, ese �hombre hist�rico�, al que habl� una vez Cristo, anunciando la �Buena Nueva evang�lica con el serm�n de la monta�a, donde entre otras cosas dijo la frase que leemos en Mateo 5, 27-28: �Hab�is o�do que fue dicho: No adulterar�s. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer dese�ndola, ya adulter� con ella en su coraz�n�.

4. El enunciado de Mateo se presenta estupendamente conciso con relaci�n a todo lo que sobre este tema se ha escrito en la literatura mundial. Y quiz� precisamente en esto consiste su fuerza en la historia del ethos. Es preciso, al mismo tiempo, darse cuenta del hecho de que la historia del ethos discurre por un cauce multiforme, en el que cada tema de las corrientes se acercan o se alejan mutuamente. El hombre �hist�rico� valora siempre, a su modo, el propio �coraz�n�, lo mismo que juzga tambi�n el propio �cuerpo�: y as� pasa del polo del pesimismo al polo del optimismo, de la severidad puritana al permisivismo contempor�neo. Es necesario darse cuenta de ello, para que el ethos del serm�n de la monta�a pueda tener siempre una debida transparencia en relaci�n a las acciones y a los comportamientos del hombre. Con este fin es necesario hacer todav�a algunos an�lisis.

5. Nuestras reflexiones sobre el significado de las Palabras de Cristo segun Mateo 5, 27-28 no quedar�an completas si no nos detuvi�ramos -al menos brevemente- sobre lo que se puede llamar el eco de estas palabras en la historia del pensamiento humano y de la valoraci�n del ethos. El eco es siempre una transformaci�n de la voz y de las palabras que la voz expresa. Sabemos por experiencia que esta transformaci�n a veces esta llena de misteriosa fascinaci�n. En el caso en cuesti�n, ha ocurrido mas bien lo contrario. Efectivamente, a las Palabras de Cristo se les ha quitado m�s bien su sencillez y profundidad y se les ha conferido un significado lejano del que en ellas se expresa, en fin de cuentas, un significado incluso que contrasta con ellas. Pensamos ahora en todo lo que apareci�, al margen del cristianismo, bajo el nombre de manique�smo (1), y que ha intentado tambi�n entrar en el terreno del cristianismo por lo que respecta precisamente a la teolog�a y el ethos del cuerpo. Es sabido que, en su forma originaria, el manique�smo, surgido en Oriente fuera del ambiente b�blico y originado por el dualismo mazde�sta, individuaba la fuente del mal en la materia, en el cuerpo, y proclamaba, por lo tanto, la condena de todo lo que en el hombre es corp�reo. Y puesto que en el hombre la corporeidad se manifiesta sobre todo a trav�s del sexo, entonces se extend�a la condena al matrimonio y a la convivencia conyugal, adem�s de a las esferas del ser y del actuar, en las que se expresa la corporeidad.

6. A un o�do no habituado, la evidente severidad de ese sistema pod�a parecerle en sinton�a con las severas palabras de Mateo 5, 29-30, en las que Cristo habla de �sacar el ojo� o de �cortar la mano�, si estos miembros fuesen la causa del esc�ndalo. A trav�s de la interpretaci�n puramente �material� de estas locuciones, era posible tambi�n obtener una �ptica maniquea del enunciado de Cristo, en el que se habla del hombre que ha cometido adulterio en el coraz�n..., mirando a una mujer para desearla�. Tambi�n en este caso, la interpretaci�n maniquea tiende a la condena del cuerpo, como fuente real del mal, dado que en �l, seg�n el manique�smo, se oculta y al mismo tiempo se manifiesta el principio �ontol�gico� del mal. Se trataba, pues, de entrever y a veces se percib�a esta condena en el Evangelio, encontr�ndola donde, en cambio, se ha expresado exclusivamente una exigencia particular dirigida al esp�ritu humano.

N�tese que la condena pod�a -y puede ser siempre- una escapatoria para sustraerse a las exigencias propuestas en el Evangelio por Aquel que �conoc�a lo que en el hombre hab�a� (Jn 2, 25). No faltan pruebas de ello en la historia. Hemos tenido ya la ocasi�n en parte (y ciertamente la tendremos todav�a) de demostrar en qu� medida esta exigencia puede surgir �nicamente de una afirmaci�n -y no de una negaci�n o de una condena- si debe llevar a una afirmaci�n a�n m�s madura y profunda, objetiva y subjetivamente. Y a esta afirmaci�n de la feminidad y masculinidad del ser humano, como dimensi�n personal del �ser cuerpo�, deben conducir las palabras de Cristo seg�n Mateo 5, 27-28. Este es el justo significado �tico de estas palabras. Ellas imprimen en las p�ginas del Evangelio una dimensi�n peculiar del ethos para imprimirla despu�s en la vida humana.

Trataremos de reanudar este tema en nuestras reflexiones sucesivas.
 



Notas

(1) El manique�smo contiene y lleva a maduraci�n los elementos caracter�sticos de toda �gnosis�, esto es, el dualismo de dos principios coeternos y radicalmente opuestos, y el concepto de una salvaci�n que se realiza s�lo a trav�s del conocimiento (gnosis) o la autocomprensi�n de s� mismos. En todo el mito maniqueo hay un solo h�roe y una sola situaci�n que se repite siempre: el alma ca�da est� aprisionada en la materia y es liberada por el conocimiento.

La actual situaci�n hist�rica es negativa para el hombre, porque es una mezcla provisoria y anormal de esp�ritu y de materia, de bien y de mal, que supone un estado antecedente, original, en el cual las dos sustancias estaban separadas e independientes. Por esto, hay tres �tiempos: el �initium�, o sea, la separaci�n primordial; el �medium�, es decir, la mezcla actual; y el �finis� que consiste en el retorno a la divisi�n original, en la salvaci�n, que implica una ruptura total entre esp�ritu, y materia�.

La materia es, en el fondo, concupiscencia, apetito perverso del placer, instinto de muerte, comparable, si no id�ntico, al deseo sexual, a la �libido�. Es una fuerza que trata de asaltar a la luz; es movimiento desordenado, deseo bestial, brutal, semi-inconsciente.

Ad�n y Eva fueron engendrados por dos demonios; nuestra especie naci� de una sucesi�n de actos repugnantes de canibalismo y de sexualidad y conserva los signos de este origen diab�lico, que son el cuerpo, el cual es la forma animal de los �Arcontes del infierno�, y la �libido�, que impulsa al hombre a unirse y a reproducirse, esto es, a mantener el alma luminosa siempre en prisi�n.

El hombre, si quiere ser salvado debe tratar de liberar su �yo viviente� (no�s) de la carne y del cuerpo. Puesto que la materia tiene en la concupiscencia su expresi�n suprema, el pecado capital esta en la uni�n sexual (fornicaci�n) que es brutalidad y bestialidad y que hace de los hombres los instrumentos y los c�mplices del mal por la procreaci�n.

Los elegidos constituyen el grupo de los perfectos, cuya virtud tiene una caracter�stica asc�tica, realizando la abstinencia mandada por los tres �sellos� el �sello de la boca� prohibe toda blasfemia y manda la abstenci�n de la carne, de la sangre del vino, de toda bebida alcoh�lica, y tambi�n el ayuno; el �sello de las manos� manda el respeto de la vida (de la �luz�) encerrada en los cuerpos, en las semillas, en los �rboles y prohibe recoger los frutos, arrancar las plantas, quitar la vida a los hombres y a los animales; el �sello del seno� prescribe una continencia total (cf. H. Ch. Puech: Le Manich�isme; son fondateurs, sa doctrine, Par�s, 1949 -Mus�e Guimet, tomo LVI-, p�gs. 73-88; H. P. Puech, Le Manich�isme en �Histoire des Religions� Encyclop�die de la Pleiade, II. Gallimard, 1972, p�gs. 522-645, J. Ries, Manich�isme en �Cath�licisme hier, aujourd�hui, demain, 34, Lila, 1977, Letouzey-An�, p�gs. 314-320).


 

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