
lo "�tico" y lo
"Er�tico" en el amor humano
Audiencia General del 12 de noviembre de 1980
1. Hoy reanudamos el
an�lisis que comenzamos en el cap�tulo anterior, sobre la relaci�n
rec�proca entre lo que es ��tico� y lo que es �er�tico�. Nuestras
reflexiones se desarrollan sobre la trama de las palabras que
pronunci� Cristo en el serm�n de la monta�a, con las cuales se
refiri� al mandamiento �No adulterar�s� y, al mismo tiempo, defini�
la �concupiscencia� (la �mirada concupiscente�), como �adulterio
cometido en el coraz�n�. De estas reflexiones resulta que el �ethos�
est� unido con el descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es
necesario encontrar continuamente en lo que es �er�tico� el
significado esponsalicio del cuerpo y la aut�ntica dignidad del don.
Esta es la tarea del esp�ritu humano, tarea de naturaleza �tica. Si
no se asume esta tarea, la misma atracci�n de los sentidos y la
pasi�n del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia carente
de valor �tico, y el hombre, var�n y mujer, no experimenta esa
plenitud del �eros�, que significa el impulso del esp�ritu humano
hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que tambi�n lo que
es �er�tico� se convierte en verdadero, bueno y bello. Es
indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva
del eros.
2. Estas reflexiones est�n estrechamente vinculadas con el problema
de la espontaneidad. Muy frecuentemente se juzga que lo propio del
ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es er�tico en la vida y
en el comportamiento del hombre; y por este motivo se exige la
supresi�n del ethos �en ventaja� del eros. Tambi�n las palabras del
serm�n de la monta�a parecer�an obstaculizar este �bien�. Pero esta
opini�n es err�nea y, en todo caso, superficial. Acept�ndola y
defendi�ndola con obstinaci�n, nunca llegaremos a las dimensiones
plenas del eros, y esto repercute inevitablemente en el �mbito de la
�praxis� correspondiente, esto es, en nuestro comportamiento e
incluso en la experiencia concreta de los valores. Efectivamente,
quien acepta el ethos del enunciado de Mateo 5, 27-28,- debe saber
que tambi�n est� llamado a la plena y madura espontaneidad de las
relaciones, que nacen de la perenne atracci�n de la masculinidad y
de la feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto gradual
del discernimiento de los impulsos del propio coraz�n.
3. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el
�mbito en que se forman las relaciones con las personas del otro
sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y,
sobre todo, de los actos interiores; que tenga conciencia de los
impulsos internos de su �coraz�n� de manera que sea capaz de
individuarlos y calificarlos con madurez. Las palabras de Cristo
exigen que en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al
cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser
verdaderamente hombre interior- sepa obedecer a la recta conciencia;
sepa ser el aut�ntico se�or de los propios impulsos �ntimos, como
guardi�n que vigila una fuente oculta; y finalmente, sepa sacar de
todos esos impulsos lo que es conveniente para la �pureza del
coraz�n�, construyendo con conciencia y coherencia ese sentido
personal del significado esponsalicio del cuerpo, que abre el
espacio interior de la libertad del don.
4. Ahora bien, si el hombre quiere responder a la llamada expresada
por Mateo 5, 27-28, debe aprender con perseverancia y coherencia lo
que es el significado del cuerpo, el significado de la feminidad y
de la masculinidad. Debe aprenderlo no s�lo a trav�s de una
abstracci�n objetivizante (aunque tambi�n esto sea necesario), sino
sobre todo en la esfera de las reacciones interiores del propio �coraz�n�.
Esta es una �ciencia� que de hecho no puede aprenderse s�lo en los
libros, porque se trata aqu� en primer lugar del �conocimiento�
profundo de la interioridad humana. En el �mbito de este
conocimiento, el hombre aprende a discernir entre lo que, por una
parte, compone la multiforme riqueza de la masculinidad y feminidad
en los signos que provienen de su perenne llamada y atracci�n
creadora, y lo que, por otra parte, lleva s�lo el signo de la
concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los
movimientos internos del �coraz�n�, dentro de un cierto, l�mite, se
confundan entre si, sin embargo, se dice que el hombre interior ha
sido llamado por Cristo a adquirir una valoraci�n madura y perfecta,
que lo lleve a discernir y juzgar los varios motivos de su mismo
coraz�n. Y es necesario a�adir que esta tarea se puede realizar y es
verdaderamente digna del hombre.
Efectivamente, el discernimiento del que estamos hablando est� en
una relaci�n esencial con la espontaneidad. La estructura subjetiva
del hombre demuestra, en este campo, una riqueza espec�fica y una
diferenciaci�n clara. Por consiguiente, una cosa es, por ejemplo,
una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando
el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un
mero y simple deseo. An�logamente, por lo que se refiere a la esfera
de las reacciones inmediatas del �coraz�n� la excitaci�n sensual es
bien distinta de la emoci�n profunda, con que no s�lo la
sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reacciona en la
expresi�n integral de la feminidad y de la masculinidad. No se puede
desarrollar aqu� m�s ampliamente este tema. Pero es cierto que, si
afirmamos que las palabras de Cristo seg�n Mateo 5, 27-28 son
rigurosas, lo son tambi�n en el sentido de que contienen en s� las
exigencias profundas relativas a la espontaneidad humana.
5. No puede haber esta espontaneidad en todos los movimientos e
impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente en
realidad de una opci�n y de una jerarqu�a adecuada. Precisamente a
precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad
mas profunda y madura, con la que su �coraz�n�, adue��ndose de los
instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo
constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. En
cuanto que este descubrimiento se consolida en la conciencia como
convicci�n y en la voluntad como orientaci�n, tanto de las posibles
opciones como de los simples deseos, el coraz�n humano se hace
part�cipe, por decirlo as�, de otra espontaneidad, de la que nada, o
poqu�simo, sabe el �hombre carnal�. No cabe la menor duda de que
mediante las palabras de Cristo seg�n Mateo 5, 27-28, estamos
llamados precisamente a esta espontaneidad. Y quiz� la esfera m�s
importante de la �praxis� -relativa a los actos m�s �interiores� es
precisamente la que marca gradualmente el camino hacia dicha
espontaneidad.
Este es un tema amplio que nos convendr� tratar de nuevo, cuando nos
dediquemos a demostrar cu�l es la verdadera naturaleza de la
evang�lica �pureza de coraz�n�. Por ahora, terminemos diciendo que
las palabras del serm�n de la monta�a, con las que Cristo llama la
atenci�n de sus oyentes -de entonces y de hoy- sobre la �concupiscencia�
(�mirada concupiscente�), se�alan indirectamente el camino hacia una
madura espontaneidad del �coraz�n� humano, que no sofoca sus nobles
deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en
cierto sentido, los facilita.
Baste por ahora lo que hemos dicho sobre la relaci�n rec�proca entre
lo que es ��tico� y lo que es �er�tico�, seg�n el ethos del serm�n
de la monta�a.
Esta p�gina es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jes�s y Mar�a.
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