
funci�n positiva
de la pureza del coraz�n
Audiencia General del 1 de abril de 1981
1. Antes de concluir el
ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas
por Jesucristo en el serm�n de la monta�a, es necesario recordar una
vez m�s estas palabras y volver a tomar sumar�amente el hilo de las
ideas, del cual constituyen la base. As� dice Jes�s: �Hab�is o�do
que fue dicho: No adulterar�s. Pero yo os digo que todo el que mira
a una mujer dese�ndola, ya adulter� con ella en su coraz�n� (Mt 5,
27-28). Se trata de palabras sint�ticas que exigen una reflexi�n
profunda, an�logamente a las palabras con que Cristo se remiti� al �principio�.
A los fariseos, los cuales -apelando a la ley de Mois�s que admit�a
el llamado libelo de repudio-, le hab�an preguntado: ��Es l�cito
repudiar a la mujer por cualquier causa?�, El respondi�: ��No hab�is
leido que al principio el Creador los hizo var�n y mujer?... Por
esto dejar� el hombre al padre y a la madre y se unir� a la mujer, y
ser�n los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios uni� no lo
separe el hombre� (Mt 19, 3-6). Tambi�n estas palabras han requerido
una reflexi�n profunda, para sacar toda la riqueza que encierran.
Una reflexi�n de este g�nero nos ha permitido delinear la aut�ntica
teolog�a del cuerpo.
2. Siguiendo la referencia al �principio� hecha por Cristo, hemos
dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del libro
del G�nesis, que tratan precisamente de ese �principio�. De los
an�lisis hechos, �ha surgido no s�lo una imagen de la situaci�n del
�hombre -var�n y mujer- en el estado de inocencia originaria, sino
tambi�n la base teol�gica de la verdad del hombre y de su particular
vocaci�n que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios,
encarnada en el hecho visible y corp�reo de la masculinidad o
feminidad de la persona humana. Esta verdad est� en la base de la
respuesta dada por Cristo en relaci�n al car�cter del matrimonio y
en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre,
verdad que hunde sus ra�ces en el estado de inocencia originaria,
verdad que es necesario entender, por lo tanto, en el contexto de la
situaci�n anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el
ciclo precedente de nuestras reflexiones.
3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e
interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser
var�n y mujer, bajo el prisma de otra situaci�n: esto es, de la que
se form� mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o
sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el
hombre -var�n y mujer- en el contexto de su estado de pecado
hereditario. Y precisamente aqu� nos encontramos con el enunciado de
Cristo en el serm�n de la monta�a. Es obvio que en la Sagrada
Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones,
frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el
hombre �hist�rico� lleva consigo la heredad del pecado original; no
obstante, las palabras de Cristo, pronunciadas en el serm�n de la
monta�a, parecen tener -dentro de su concisa enunciaci�n- una
elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los an�lisis hechos
anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en
estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la
concupiscencia, es necesario captar el significado b�blico de la
concupiscencia misma -de la triple concupiscencia- y principalmente
de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a
entender por qu� Jes�s define esa concupiscencia (precisamente: el �mirar
para desear�) como �adulterio cometido en el coraz�n�. Al hacer los
an�lisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el
significado que ten�an las palabras de Cristo para sus oyentes
inmediatos, educados en la tradici�n del Antiguo Testamento, es
decir, en la tradici�n de los textos legislativos, como tambi�n
prof�ticos y �sapiesenciales�; y adem�s, el significado que pueden
tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra �poca, y en
particular para el hombre contempor�neo, considerando sus diversos
conocimientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que
estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de
todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste tambi�n
su valor sint�tico: anuncian a cada uno la verdad que es v�lida y
sustancial para �l.
4. �Cu�l es esta verdad? Indudablemente, es una verdad de car�cter
�tico y, en definitiva, pues, una verdad de car�cter normativo, lo
mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento: �No
adulterar�s�. La interpretaci�n de este mandamiento, hecha por
Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer -precisamente
el mal de la concupiscencia de la carne- y, al mismo tiempo, se�ala
el bien al que abre el camino la superaci�n de los deseos. Este bien
es la �pureza de coraz�n�, de la que habla Cristo en el mismo
contexto del serm�n de la monta�a. Desde el punto de vista b�blico,
la �pureza del coraz�n� significa la libertad de todo g�nero de
pecado o de culpa y no s�lo de los pecados que se refieren a la �concupiscencia
de la carne�. Sin embargo, aqu� nos ocupamos de modo particular de
uno de los aspectos de esa �pureza�, que constituye lo contraria del
adulterio �cometido en el coraz�n�. Si esa �pureza de coraz�n�, de
la que tratamos, se entiende seg�n el pensamiento de San Pablo, como
�vida seg�n el Esp�ritu�, entonces el contexto paulino nos ofrece
una imagen completa del contenido encerrado en las palabras
pronunciadas por Cristo en el serm�n de la monta�a. Contienen una
verdad de naturaleza �tica, ponen en guardia contra el mal e indican
el bien moral de la conducta humana, m�s a�n, orientan a los oyentes
a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de
coraz�n. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al
mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la �pureza de
coraz�n�, indican, a la vez, los valores a los que el coraz�n humano
puede y debe aspirar.
5. De aqu� la pregunta: �Qu� verdad, v�lida para todo hombre, se
contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas
se encierra no s�lo una verdad �tica, sino tambi�n la verdad
esencial sobre el hombre, la verdad antropol�gica. Precisamente, por
esto, nos remontamos a estas palabras al formular aqu� la teolog�a
del cuerpo, en �ntima relaci�n y, por decirlo as�, en la perspectiva
de las palabras precedentes, en las que Cristo se hab�a referido al
�principio�. Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia
evang�lica, se llama la atenci�n, en cierto sentido, a la conciencia
del hombre de la concupiscencia, present�ndole el hombre de la
inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No
tratan de hacer volver el coraz�n humano al estado de inocencia
originaria, que el hombre dejo ya detr�s de s� en el momento en que
cometi� el pecado original; le se�alan, en cambio, el camino hacia
una pureza de coraz�n, que le es posible y accesible tambi�n en la
situaci�n de estado hereditario de pecado. Esta es la pureza del
�hombre de la concupiscencia� que, sin embargo, est� inspirado por
la palabra del Evangelio y abierto a la �vida seg�n el Esp�ritu� (en
conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del
hombre de la concupiscencia que est� envuelto totalmente por la �redenci�n
del cuerpo� realizada por Cristo. Precisamente por esto en las
palabras del serm�n de la monta�a encontramos la llamada al �coraz�n�,
es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la
vida seg�n el Esp�ritu, para que participe de la pureza de coraz�n
evang�lica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del
cuerpo, liberado de los v�nculos de la concupiscencia mediante la
redenci�n.
El significado normativo de las palabras de Cristo esta
profundamente arraigado en su significado antropol�gico, en la
dimensi�n de la interioridad humana.
6. Seg�n la doctrina evang�lica, desarrollada de modo tan estupendo
en las Cartas paulinas, la pureza no es s�lo abstenerse de la
impureza (cf. 1 Tes 4, 3), o sea, la templanza, sino que, al mismo
tiempo, abre tambi�n camino a un descubrimiento cada vez m�s
perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual est�
org�nicamente relacionada con la libertad del don de la persona en
la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o
femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza,
madura en el coraz�n del hombre que cultiva y tiende a descubrir y a
afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral.
Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto
sentido, debe ser �sentida con el coraz�n�, para que las relaciones
rec�procas del hombre y de la mujer -e incluso la simple mirada-
vuelvan a adquirir ese contenido aut�nticamente esponsalicio de sus
significados. Y precisamente este contenido se indica en el
Evangelio por la �pureza de coraz�n�.
7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de
la concupiscencia) la �templanza� se delinea, por decirlo as�, como
funci�n negativa, el an�lisis de las palabras de Cristo pronunciadas
en el serm�n de la monta�a y unidas con los textos de San Pablo nos
permite trasladar este significado hacia la funci�n positiva de la
pureza de coraz�n. En la pureza plena el hombre goza de los frutos
de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que
escribe San Pablo, exhortando a �mantener el propio cuerpo en
santidad y respeto� (1 Tes 4, 4). M�s aun, precisamente en una
pureza, tan madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del
Esp�ritu Santo, de quien el cuerpo humano es �templo� (cf, 1 Cor 6,
19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que
restituye a la experiencia del cuerpo -especialmente cuando se trata
de la esfera de las relaciones rec�procas del hombre y de la mujer-
toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegr�a interior. Este
es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso de la �pasi�n
y lib�dine�, de las que escribe San Pablo (y que por otra parte,
conocemos por los an�lisis precedentes; baste recordar al Siracida
26, 13. 15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacci�n de las
pasiones, y otra la alegr�a que el hombre encuentra en poseerse mas
plenamente a s� mismo, pudiendo convertirse de este modo tambi�n mas
plenamente en un verdadero don para otra persona.
Las palabras pronunciadas por Cristo en el serm�n de la monta�a,
orientan al coraz�n humano precisamente hacia esta alegr�a. Es
necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los
propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la
alegr�a y para donarla a los dem�s.
Esta p�gina es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jes�s y Mar�a.
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